miércoles, 14 de agosto de 2013

La ciudad en verano

No sé. Las calles se deshacen y las luces me dejan ciego. Cojo el autobús rumbo a ninguna parte. Las mujeres pasean con tacones y vestidos vaporosos y yo me quedo callado, ahogándome en un cigarro y tocándome la mano con la otra mano y sin saber por qué no muerdo ya el asfalto de la ciudad inhabitada en que me tocó morir.


Los meandros de las dendritas y las neuronas impulsivas se expanden por mi cuello y van a dar a los ojos, unos ojos plastificados que fueron obedientes y que se intentan ahora acomodar a un mundo electrizante que las aurículas y los ventriculos apenas pueden soportar. 

La grasa de la tripa me muerde el estómago y me grita maldades cuando me arrastro a lugares siempre repetidos.

Soy carne humana, cerebro humano y mente humana. Tengo ganas de ser humano y que mi sangre no se escape por las tuberías. Desearía no acabar en las alcantarillas de esta ciudad que grita mi nombre y que yo no logro oír.


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