domingo, 20 de marzo de 2011

En la línea de salida

Antonio Petigrew se encontraba aquella tarde-noche de sábado en la línea de salida de la prueba reina del atletismo de los Juegos Olímpicos de Atenas´2004: los cien metros lisos. Se había colocado ya las pegatinas con su dorsal a ambos laterales de su maillot y ahora procedía a realizar todo el ritual que venía haciendo desde que era un chaval y empezó a competir en su Macon natal. Palmadas fuertes en la cara anterior y posterior de los muslos para desentumecerlos, flexión de cabeza a ambos lados para relajar el cuello, besar y resguardar el crucifijo por debajo de la camiseta, sintiéndolo en su piel, respiraciones profundas y violentas y mirada concentrada en la recta que tenía por delante, usando una visión de túnel.

El speaker del estadio iba nombrando uno a uno a los participantes en la final. Antonio estaba en la calle 5, una de las calles centrales, las que reservan para los favoritos, y él sin duda que lo era. Cuando se anunció su nombre, el estadio se unió en sonoros aplausos y vítores. Antonio Pettigrew pensó entonces en su madre, que estaría entre el público, quizás ya emocionada. Había intentado convencerla para que le siguiera por televisión, pero ella quiso cruzar el océano en avión para estar cerca de él.


El estadio se había ido llenando a lo largo de la tarde y ahora lucía a rebosar. Era Atenas, cuna del olimpismo y era agosto, temporada cálida y propicia para este tipo de acontecimientos.

Antonio sabía que estaba ante uno de los momentos cruciales en su carrera deportiva y, por extensión, de su vida. Había llegado a la cita en un gran estado de forma física, con la mejor marca del año, y había que demostrarlo.



A su mente vinieron recuerdos de los duros entrenamientos a los que se sometía diariamente, las aburridas sesiones de gimnasio, la alimentación rigurosa, las transfusiones de sangre secretas, etc. Todo, para hacerlo bien durante menos de diez segundos. A esto se le sumaba el premio económico, unos 50 mil dólares pagados por el COI, el seguir recibiendo becas, el marketing y posibles nuevas campañas publicitarias, lo que le permitiría seguir con su estilo de vida, su casa en Miami, su deportivo y por qué no decirlo, las fiestas en las que abundaba el alcohol y las prostitutas de lujo a las que invitaba desprendidamente a amigos y conocidos.
Los fotógrafos se apelotonaban en la línea de salida inmortalizando los gestos nerviosos de los atletas. Del gentío de las gradas también salían flashes alternativamente.


El juez dio la orden de que se dirigieran a los tacos de salida; Antonio tragó saliva y respiró hondo y agachándose, dispuso su esforzada musculatura en una posición tensa, los brazos en línea, las piernas flexionadas, con una rodilla en el suelo y los ojos perdidos, mirando a lo lejos, al infinito.

- ¡Preparados!

El estadio enmudeció. Los videomarcadores retransmitían, agrandado, el crucial instante.

- ¡Listos!

Antonio Pettigrew, dorsal 21, nacido en Macon, GA, en 1987, con una mejor marca personal de 9.86, conseguida en los campeonatos nacionales de su país, levantó el culo y tragó saliva por última vez.

-¡Ya!

jueves, 3 de marzo de 2011

El subjuntivo de amar

Era mayo o así. La agitada clase de gimnasia había terminado y ahora volvíamos a estar en el aula, con Don Juan, el profesor que olía a rapé y a colonia de viejo. La mariconera posicionada a la derecha de su mesa, el vaso verde de plástico en el centro y el abrigo con forro de borrego colgado en el perchero y él sentado correctamente en su silla de profesor mientras explicaba la segunda parte y más difícil de las conjugaciones verbales, el subjuntivo. Todo en orden. Yo ame, tú ames, él ame. Interesante. Yo, muy atento, sentado en la tercera fila, quinto pupitre. Detrás de Alberto Sánchez Layos (nº 22) y delante de Gustavo de Santos (nº24). La ortografía de Miranda Podadera y el libro de Lenguaje de Bruño abierto de par en par.




Don Juan leía con voz cavernosa y pronunciación afectada. Nosotros amáramos, vosotros amareis, ellos amaren. El partido de fútbol de la hora anterior había resultado agotador. Habíamos ganado y he de decir que yo había hecho un partido aceptable. Un gol y un derroche de esfuerzo y tesón por mi parte ayudó a inclinar la balanza hacia nuestro equipo.


Como encargado del mes de llenar el vaso fui reclamado por Don Juan para que bajara a la fuente del patio a cumplir con mi tarea. Me levanté solícito y salí del aula. Los pasillos, hace unos minutos alegres y bulliciosos, se mostraban ahora limpios de polvo y paja. La cantinela se oía cada vez más apagada. Yo hubiera o hubiese amado, tú hubieras o hubieses amado. Bajé de dos en dos los peldaños de la gran escalera de caracol y llegué al hall. Miré el vaso verde, me lo acerqué a la nariz. Olía a agua y a saliva.



Salí al patio, el sol cegador y el encargado de mantenimiento eran las únicas presencias allí. Tras llenar el vasito, me até los cordones y me sequé el sudor de la frente con la manga de la sudadera. Chsst. Era el encargado de mantenimiento, al cual se le conocía como Pinchamoñigas, debido al palo que usaba para pinchar los papeles del suelo. Le miré extrañado. Ven aquí, me dijo. Se había sentado en un poyete y sostenía un libro amarillento entre sus manos. Ven aquí chaval, ¿como te llamas?. Alberto, le dije muy educado. Qué pasa, ¿que te han mandado a por agua?. Sí. ¿Sabes quien es Leibniz? No. Es un filósofo francés nacido en Leipzig. Leibniz en Leipzig. ¿Lo pillas? Qué conicidencia, ¿eh? Comenzó a reírse como un destontonado. Ah, ya, le contesté. Te gustaría besarle?, me preguntó. Bueno, le contesté. A mí me llaman el pinchamoñigas pero no me afecta porque leo a Leibniz. Ven, bésale. Me acercó el libro abierto donde aparecía un retrato de un hombre gordo con peluca. Lo besé. A ver, saca la lengua, ahora tienes que lamerlo, me dijo. Pero le voy a empapar la página, señor. Le contesté preocupado. No pasa nada, luego la seco. Además a Lebniz le gusta, y como él decía. "Si lames con gusto, todo lo feo se acaba" Ah, dije, y me puse a la tarea. Cuando al encargado de mantenimiento le pareció bien, cerró el libro y me miró pensativo. ¿Sabes, muchacho? Una cosa te he de decir, y esa cosa que te he de decir te la voy a decir ahora y es lo siguiente: "Hay dos clases de verdades: las del razonamiento y las de los hechos. Las verdades del razonamiento son necesarias y su contrario imposible; las verdades de hecho son contingentes y su contrario es posible." Ah, vale. Le contesté y me despedí de él con corteses maneras: Quede usted con Dios, buen hombre. Así sea, respondióme él. Yo subí rápidamente las escaleras hacia la clase, exaltado por todo lo que acababa de aprender. Al acercarme a la clase, pude apreciar que seguían con la tarabica: Yo hubiere amado, tú hubieres amado, el hubiere amado.