jueves, 3 de marzo de 2011

El subjuntivo de amar

Era mayo o así. La agitada clase de gimnasia había terminado y ahora volvíamos a estar en el aula, con Don Juan, el profesor que olía a rapé y a colonia de viejo. La mariconera posicionada a la derecha de su mesa, el vaso verde de plástico en el centro y el abrigo con forro de borrego colgado en el perchero y él sentado correctamente en su silla de profesor mientras explicaba la segunda parte y más difícil de las conjugaciones verbales, el subjuntivo. Todo en orden. Yo ame, tú ames, él ame. Interesante. Yo, muy atento, sentado en la tercera fila, quinto pupitre. Detrás de Alberto Sánchez Layos (nº 22) y delante de Gustavo de Santos (nº24). La ortografía de Miranda Podadera y el libro de Lenguaje de Bruño abierto de par en par.




Don Juan leía con voz cavernosa y pronunciación afectada. Nosotros amáramos, vosotros amareis, ellos amaren. El partido de fútbol de la hora anterior había resultado agotador. Habíamos ganado y he de decir que yo había hecho un partido aceptable. Un gol y un derroche de esfuerzo y tesón por mi parte ayudó a inclinar la balanza hacia nuestro equipo.


Como encargado del mes de llenar el vaso fui reclamado por Don Juan para que bajara a la fuente del patio a cumplir con mi tarea. Me levanté solícito y salí del aula. Los pasillos, hace unos minutos alegres y bulliciosos, se mostraban ahora limpios de polvo y paja. La cantinela se oía cada vez más apagada. Yo hubiera o hubiese amado, tú hubieras o hubieses amado. Bajé de dos en dos los peldaños de la gran escalera de caracol y llegué al hall. Miré el vaso verde, me lo acerqué a la nariz. Olía a agua y a saliva.



Salí al patio, el sol cegador y el encargado de mantenimiento eran las únicas presencias allí. Tras llenar el vasito, me até los cordones y me sequé el sudor de la frente con la manga de la sudadera. Chsst. Era el encargado de mantenimiento, al cual se le conocía como Pinchamoñigas, debido al palo que usaba para pinchar los papeles del suelo. Le miré extrañado. Ven aquí, me dijo. Se había sentado en un poyete y sostenía un libro amarillento entre sus manos. Ven aquí chaval, ¿como te llamas?. Alberto, le dije muy educado. Qué pasa, ¿que te han mandado a por agua?. Sí. ¿Sabes quien es Leibniz? No. Es un filósofo francés nacido en Leipzig. Leibniz en Leipzig. ¿Lo pillas? Qué conicidencia, ¿eh? Comenzó a reírse como un destontonado. Ah, ya, le contesté. Te gustaría besarle?, me preguntó. Bueno, le contesté. A mí me llaman el pinchamoñigas pero no me afecta porque leo a Leibniz. Ven, bésale. Me acercó el libro abierto donde aparecía un retrato de un hombre gordo con peluca. Lo besé. A ver, saca la lengua, ahora tienes que lamerlo, me dijo. Pero le voy a empapar la página, señor. Le contesté preocupado. No pasa nada, luego la seco. Además a Lebniz le gusta, y como él decía. "Si lames con gusto, todo lo feo se acaba" Ah, dije, y me puse a la tarea. Cuando al encargado de mantenimiento le pareció bien, cerró el libro y me miró pensativo. ¿Sabes, muchacho? Una cosa te he de decir, y esa cosa que te he de decir te la voy a decir ahora y es lo siguiente: "Hay dos clases de verdades: las del razonamiento y las de los hechos. Las verdades del razonamiento son necesarias y su contrario imposible; las verdades de hecho son contingentes y su contrario es posible." Ah, vale. Le contesté y me despedí de él con corteses maneras: Quede usted con Dios, buen hombre. Así sea, respondióme él. Yo subí rápidamente las escaleras hacia la clase, exaltado por todo lo que acababa de aprender. Al acercarme a la clase, pude apreciar que seguían con la tarabica: Yo hubiere amado, tú hubieres amado, el hubiere amado.

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